Espectacular. Empate de visita vs. Uruguay y triunfazo vs. Brasil en lo que era un verdadero combo de la muerte. Si no es mago, Alfaro es un manosanta porque curó los males del equipo en solo dos partidos; en una semana de entrenamiento supo sacar otra actitud del equipo y devolvió la alegría a la sufrida afición paraguaya.
Sin duda, el hombre supo tocar las fibras íntimas de los futbolistas que en tan pocos días de convivencia y charla cambiaron totalmente de actitud, algo que ni Berizzo ni los Barros Schellotto ni Garnero pudieron lograrlo en muchísimo más tiempo. Y podemos retroceder más en el tiempo y en procesos porque nuestra penuria supera fácilmente una década y muchos entrenadores.
¿Cuánto tiempo pasó del último gran triunfo? Ya ni lo recuerdo. Cuántos entrenadores pasaron, cuántas frustraciones, cuántas eliminaciones. Recuperamos la memoria, volvieron los momentos felices y revivió el romance hinchada-Selección que a estadio lleno este glorioso martes –después de mucho tiempo– vio una histórica tercera victoria por Eliminatorias ante la Canarinha. Esa relación que en otros tiempos fue una aliada fiel del equipo
¡Aleluya! Terminó la pesadilla. Y no lo digo por el resultado simplemente sino porque el chip es parecido al de antaño. Al que se veía en época de los Chilavert, Gamarra, Paredes; de los Vera, Riveros, Salvador... aquellos equipos de los que nos sentíamos orgullosos porque eran competitivos, aguerridos; podían perder, claro que sí, pero lo dejaban siempre todo.
No quiero que la euforia del triunfo me ciegue, pero creo que volvieron aquellos tiempos en los que el Defensores era un fortín albirrojo y que los visitantes volvían a sus casas con las manos vacías masticando su amargura.
O sino que lo digan Vinicius Jr. y Rodrygo, dos de las megaestrellas del gran Real Madrid que fueron opacados por los nuestros. Sin duda, Gustavo Alfaro encontró el camino, lo que ya parecía imposible y la Albirroja que queremos, que tanto añorábamos, ha vuelto.