Había que apelar a todos los recursos posibles, viejos y modernos, para intentar rescatar a la Selección Paraguaya de Fútbol de su estado anoréxico con el que deambulaba por los campos sudamericanos, con pena, ya por más de una década.
Aún se encuentra en esa condición, pero ahora, al menos, se vislumbra algunos brotes verdes desde la asunción de Gustavo Alfaro, quien hizo su carta de presentación en un terreno complejo como el estadio Centenario, en Uruguay (0-0), y terminó de prender la ilusión nacional con un triunfo lleno de méritos frente a Brasil (1-0), en Asunción, luego de 16 años en las Eliminatorias Sudamericanas.
Fue un baño de felicidad, porque nuestro presente era oscuro, lleno de incertidumbre. Veníamos de protagonizar una pésima Copa América 2024 al mando de Daniel Garnero, en la que se perdió todos los partidos de la fase de grupos, algo que no ocurría hace 99 años. En otra evidencia certera, el ranking de la FIFA ubicaba a la Albirroja (62) como la segunda peor selección de la región, solamente por delante de Bolivia (89).
¿Qué cambió? Contrariamente a sus antecesores, el nuevo adiestrador reconcilió a Paraguay con sus viejas tradiciones y, para ello, más allá de su corto trabajo de campo utilizó también la seducción dialéctica. Un mecanismo válido atendiendo que el fútbol, ya sea de vanguardia como de antaño, está tejido en gran medida por las emociones.
Desde su presentación en una extensa conferencia de prensa, que duró casi dos horas, Alfaro encendió ese aspecto para inyectar fuerza moral al plantel y, tras un buen pie, involucró con un llamado a la afición nacional que respondió sin más reparaciones.
El impacto de sus palabras tuvo repercusión en el césped y en las gradas. Los futbolistas aprisionaron al vuelo esas ideas, y en dos partidos antes rivales de mucho pedigrí, Paraguay recuperó parte de sus fortalezas históricas para volver a creer en sí mismo.