Entre los 45.000 aficionados que ocupan las gradas del estadio Alberto J. Armando, popularmente conocido como la Bombonera, en una de las esquinas del sector preferente se sienta Leandro Calvaire con su hijo Francisco, de 5 años, en sus rodillas.
Sin perder de vista el campo de juego, ambos tararean: “Boca, Boca de mi vida, vos sos la alegría de mi corazón...”.
“Esto no es un estadio, esto es un templo. Acá se viven cosas que en otro lado no las vas a encontrar”, reconoce convencido Calvaire, socio ininterrumpido del club desde 1994 y que desde que nació su hijo asiste con él a todos los partidos locales de Boca.
Los “bosteros”, que han pisado más de un campo de fútbol, están de acuerdo en que la Bombonera se diferencia de otros estadios por su afición y porque, de manera literal, tiembla.
“Esta Bombonera se mueve, late”, asegura con rotundidad Mariel Corva, otra socia que garantiza que sea el partido que sea, “siempre, siempre, vibra”.
“Cuando alientan las 50.000 personas que vienen acá, se mueve todo. Hoy no es un partido tan importante, pero en los partidos más importantes esto se mueve y esto explota ¡en serio!”, recalca otro socio, Martin Frenkel, quien desde la tribuna ve a los suyos en el duelo contra Vélez Sarsfield de la cuarta jornada de la Superliga Argentina.
El ímpetu con el que cantan adultos y también los más pequeños, crea una atmósfera singular.
Sin embargo, este conmovedor escenario no comienza en las gradas, sino que se empieza a respirar horas antes en sus alrededores.
El particular caos que gobierna la ciudad de Buenos Aires se desvanece en el centro de la ciudad horas previas a los partidos de Boca Juniors, y el murmullo del tránsito y de su gente se traslada de manera paulatina al pintoresco barrio porteño de la Boca.
A pie, en coche o en autobús, los hinchas ondean sus banderas y abarrotan las calles del sureste de la ciudad para llegar al estadio.
El olor al típico “choripán” argentino se extiende por las coloridas calles de la Boca y los vendedores ambulantes de pulseras y camisetas oro y azul preparan sus puestos para engalanar a los aficionados.
Como si de una tradición sagrada se tratase, atravesar las puertas de entrada de su “templo” en familia se ha convertido en un momento íntimo que les une con fuerza.
“Venimos siempre juntos, es una pasión que se transmite de generación en generación. A mi hijo le gusta mucho, viene desde que es bebé y le encanta, como a todos los que estamos acá. Venir a ver a Boca es...”, dijo Calvaire, quien deja entrever su emoción sin acabar la frase.
Algo parecido le sucede a Corva, que asiste junto a su hija Micaela a los partidos y considera que “es una salida única” en la que comparten “el mismo sentimiento”.
Coincidencia o no, el club y el tango crecieron en el mismo barrio, en torno a las mismas décadas, y comparten raíces.
En 1905, seis jóvenes de la Boca, varios de ellos hijos de xeneizes –gentilicio de los genoveses y apodo de los hinchas de Boca–, fundaron el club de Boca Juniors.
Justo en la misma década y por las mismas calles, Carlos Gardel elevaba el tango a su máximo exponente.
Dos de los sentimientos argentinos más conocidos en el planeta nacieron a metros entre sí.
“La Bombonera no es como ir a un estadio cualquiera”, reitera Miguel Scarpatti mientras se quita los auriculares con los que escucha la retransmisión del partido.
“La pasión no es la misma en otros estadios, el público de Boca es muy pasional”, insiste Scarpatti, bisnieto de uno de los fundadores del Club argentino, Alfredo Scarpatti.
Cualquier fanático del fútbol está obligado a experimentar por sí mismo cómo palpita esta Bombonera y cómo, gane o pierda Boca, suba o baje el precio del peso argentino, ahí están los “bosteros” para alentar sin condición a su campeón.