Cuatro tripletes en campeonatos globales y once medallas de oro, dejando escapar sólo dos, con la de hoy, en diez años agotan los adjetivos para describir la trayectoria de un velocista inmisericorde con el adversario y adorado por un público ávido de carisma que ha profesado una adoración infantil a su gama de gestos. Su brazo izquierdo elevado al cielo y el derecho alineado en diagonal pasarán a la historia.
Usain St. Leo Bolt, el ser humano más rápido del planeta (9.58 en 100, 19.19 en 200), clausuró el año pasado en Río su trayectoria olímpica con ocho medallas de oro (perdió la del relevo 4x100 de Pekín 2008 por dopaje de su compañero Nesta Carter). En Londres, su segunda casa, cuelga definitivamente las zapatillas de clavos con once medallas de oro mundiales y un total de 14, récord absoluto, y todavía le queda el relevo.
A una edad no demasiado avanzada ni siquiera para un velocista, todavía con 30 años -cumplirá 31 el próximo día 21-, Bolt ha dicho adiós y para siempre, según ha recalcado para desmentir a los escépticos que apuntan a una futura reaparición del ídolo cuando empiece a echar en falta la admiración del público.
Michael Phelps -argumentan los pregoneros de su regreso- se fue dos veces y otras tantas volvió para seguir siendo el mejor nadador de la historia.
Catorce años después de darse a conocer con su victoria en los Mundiales juveniles de Sherbrooke (Canadá) y con su récord mundial júnior (19.93) la temporada siguiente, Bolt deja huérfano al atletismo, que difícilmente encontrará una figura publicitaria de su categoría, capaz no sólo de ingresar 23 millones de dólares -según Forbes-, sino de encandilar a más de medio mundo con su espectáculo.
Sus biógrafos recuerdan que un muchacho de 17 años, larguirucho, desgarbado y tímido, se encomendó en 2004 a la dirección técnica de Glen Mills, el hombre que un año antes había hecho campeón mundial al cristobalense Kim Collins en París.
Los Juegos Olímpicos le convirtieron en leyenda viva del deporte. Siempre anheló -no tuvo empacho en proclamarlo reiteradamente- convertirse en un mito equiparable a Mohamed Alí o a Pelé.
Tras su amargo debut olímpico en Atenas 2004 -se lesionó en el 200- sufrió una breve crisis de confianza, hasta que encontró a Glen Mills. El técnico jamaicano le condujo al médico alemán Hans-Wilhem Muller-Wolhlfahrt, que le detectó una imperceptible cojera y le invitó a trabajar en el gimnasio.
Las tablas de ejercicios abdominales y lumbares constituyeron durante años el pan de cada día para el jamaicano, que de vez en cuando se veía obligado a interrumpir los entrenamientos por culpa de sus molestias en la parte baja de la espalda.
Una vez que recompuso su cuerpo, sus cualidades innatas le otorgaron la supremacía. Si conseguía mover sus largas piernas a la velocidad con que lo hacen otros velocistas más pequeños sería imbatible, especialmente en los 200 metros.
Desde aquella dolorosa experiencia de Atenas Bolt ganó cuantas medallas de oro olímpicas se le pusieron al paso. En campeonatos del mundo, sin embargo, todavía fue vulnerable durante un tiempo.
En los de Helsinki 2005 se lesionó y llegó el último a la meta en la final de 200. En los de Osaka 2007 ya sólo le batió el estadounidense Tyson Gay. Estaba a punto de producirse el gran estallido del Relámpago.
Bolt, cuya morfología (196 centímetros, 76 kilos) se adapta mejor al 200 que al 100, trabajó a fondo los desequilibrios de su cuerpo para alcanzar la excelencia en el esprint.
En junio del 2008 logró su primer récord mundial de 100 metros en Nueva York (9.72) y a partir de ahí su vida dio un giro espectacular. El joven tímido surgido de las zonas rurales de Jamaica con unas zapatillas viejas en la mano se estaba convirtiendo en un astro del deporte universal.
Los Juegos de Pekín 2008 sirvieron de rampa de lanzamiento para Usain Bolt.
Sus achaques físicos le pasan factura de tarde en tarde y a menudo ha tenido que pasar por la consulta del médico alemán Hans-Wilhelm Müller-Wohlfahrt, el mismo a quien Pep Guardiola despidió del Bayern Múnich tras responsabilizarle de la derrota frente al Oporto en la Champions. Lo visitó antes de los Juegos de Londres, después de su doble derrota frente a Blake en los campeonatos jamaicanos; volvió a hacerlo antes de Río, después de los problemas que le impidieron competir en los “trials” nacionales, y no ha faltado a su costumbre ahora.
En los Mundiales de Berlín 2009 repitió, paso por paso, la gesta olímpica del 2008: tres oros y otros tantos récords mundiales. Falló el triplete en Daegu 2011 (hubo de conformarse con los títulos de 200 y 4x100), pero reanudó la triple cosecha en Pekin 2015.
Daba igual que llegara a los grandes campeonatos en mejor o peor condición física, con derrotas o una racha inmaculada de victorias. A la hora de la verdad el resultado era el mismo: siempre ganaba él.
Once medallas de oro, dos de plata y una de bronce no es mala cosecha para un tipo con la pierna izquierda un centímetro y medio más larga que la derecha, que padecía escoliosis y continuas molestias en la espalda.
Aficionado impenitente del fútbol -es hincha del Manchester United y del Real Madrid-, Bolt trasladará su espectáculo a escenarios ajenos al atletismo, tan necesitado de héroes sobre todo en tiempos convulsos como los actuales. Le echará de menos. Pasará mucho tiempo antes de que aparezca una estrella de su magnitud. EFE