Ese jueves, tan lejos como pueda ser posible de casa, César Villagra saltaría al campo del mítico Atanasio Girardot con una parte de la cabeza puesta en el hospital.
Una parte de la cabeza puesta en la posibilidad de hacer historia y otra en el lugar exacto donde pudiera lograr desviar el remate de su compañero Pablo Zeballos y salir disparado hacía la primera cámara de televisión que encontrase. Un pequeño rectángulo en el cual pudiera entregarle al continente una significativa dedicatoria.
Con él, Sol de América empezaba a escribir su nombre en la Segunda Fase de la Copa Sudamericana, mientras en Asunción, Paula arrancaba su primer hálito para a su manera decir: Mami, papi, aquí estoy.
Según cuenta la leyenda, su llanto de bienvenida al mundo sonaría al unísono del momento en que su padre, en Medellín, brillaba con luz propia. Exactamente a los 14 minutos del partido decisivo para los intereses azules en Colombia. Uno de esos sacrificios silenciosos que pocas veces salen a relucir en la historia de muchos futbolistas.